Miguel de Unamuno es un pensador azorante, de casi imposible aprehensión, repleto de contradicciones intrínsecas, disperso, acorralado por las incertidumbres filosóficas y religiosas, y desconcertado por una heterodoxia que lo persigue, desvirtuando y entorpeciendo sus más míseras certezas. El corazón unamuniano es estremecedoramente sensible ya que siente, de manera intensa y profunda, el misterio del hombre en su esencia. Toda su obra traduce la inalcanzable congoja de su autor, su eterna angustia y su ferviente hambre de inmortalidad. Este escrito intenta rastrear la huella de la obra cervantina, El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, en el pensamiento del vasco. El Quijote le interesa a Unamuno ya que pone en inmediata evidencia el hecho de que todos llevamos en los embrollos de nuestra alma un poco de Don Quijote y otro tanto de su escudero Sancho Panza. Solamente alguien que sea un demente en potencia, como lo es Unamuno, puede hallar en la novela cervantina una cabal alegoría del duelo y la agonía que es la vida de todo hombre.