Desde mediados de la década del cincuenta y por casi treinta años Luis Ouvrard
insistió en el montaje de dos géneros: la naturaleza muerta y el paisaje. No digo
naturalezas muertas sobre un fondo de paisaje, que bien podrían serlo, prefiero pensar
en un mecanismo por el cual dos escenas a las que nos tiene habituados la pintura son
puestas en desorden. Ouvrard hace de la naturaleza una maquinaria donde naturaleza
como paisaje y naturaleza muerta se acompañan y desdicen. Si ese paisaje es fondo, lo
es enrarecido en las nuevas condiciones que estas obras traman. El terreno aparece
como zona de apoyo que el pintor usa para disponer frutos sueltos, una mesa o un
florero. Con frecuencia, ese terreno hace las veces de mesa. Las mesas se vuelven
tablas, manteles, planos que sobrevuelan el paisaje. Suelos y mesas siguen siendo y
van dejando de ser lo que se espera de ellos. Su pintura repite durante esos años una articulación que busca e insiste en lo mismo en un ambiente artístico que prestigiaba el cambio y la renovación, esta opción recorta el lugar de Ouvrard como pintor en intimidad de lo mismo, ese espacio-tiempo que mantenía era su modo de estar aquietado en el hacer.