Seguramente nada de lo que digamos será nuevo, lo más seguro es que sigamos hablando sobre
lo obvio, pero si advertimos que conviene manifestarlo, tal vez, sea porque no terminamos de ver la
situación con la suficiente claridad que esperamos.
Todas las carreras focalizadas en una lengua extranjera, cualquiera sea esta, se emprenden con el
presupuesto de que se sabe, se domina y se conoce la lengua propia.
Desde luego que se sabe, sin dudas que se domina, pero ¿se la conoce?
Una cuestión es poder utilizarla, producir significados, comprender las expresiones: habilidades
que se han ido incorporando de manera sesgada, con algunas indicaciones, con hipótesis más o menos
ajustadas. Otra muy diferente es conocer la lengua que usamos –que tampoco es la que se estudia en la
escuela–, la que está viva, la que cambia, la que nos habla.
Ser usuarios y eventuales divulgadores de un idioma no presupone que tengamos acceso pleno a
su estructura, a su funcionamiento, a sus potencialidades ni restricciones. Obviamente, estaremos
contenidos entre estas limitaciones. Conocer nuestra lengua nos exige un gesto de humildad, una actitud
que permita asumir la ajenidad con lo que, hasta entonces, se asumía como íntimo. Uno se sentía
propietario de su idioma (idios= lo propio), de lo que identifica. Querer conocerla implica tomar distancia,
asumirla como objeto.
Keywords
Español lengua materna, Adquisición de lengua extranjera, Identidad lingüística