En la actualidad, los textos escritos a los que tenemos acceso han sufrido una serie de
mutaciones muy evidentes, cambios de apariencia y el surgimiento de ciertas reglas de
producción que resultan tal vez innovadoras o, en algún punto, transgresoras.
Hasta no hace mucho, la letra, de imprenta o manuscrita, era la pauta usual e
imprescindible en toda tarea de lectura o escritura, cualquiera fuera el soporte: letras
cursivas, redondas, comerciales, poblaban los textos acompañadas de rigurosos puntos,
comas, signos de apertura y cierre, etc.
Poco a poco, ha ido flexibilizándose esta forma tradicional de escritura hacia la
reducción de un importante grupo del sistema normativo de la ortografía a un nuevo
paradigma sostenido exclusivamente en la correspondencia fonética. De pronto, ciertas
estrategias que se utilizaban para la toma de apuntes, por ejemplo, se usaron sin reservas en
la comunicación interpersonal y “x” se asumió directamente por “por” y no solo las
palabras, el fenómeno se aplicó también a otros formantes y “100” comenzó a ser parte de
“100pre” y la “k” sustituyó al dígrafo “qu-”, la “s”, “c” y “z” pudieron alternarse sin que
nadie se asombrara. Es cierto que nuestro sistema ortográfico está sostenido en gran medida
sobre las relaciones fonema/grafema y que ha habido muchos intentos de simplificarlo –no
es esta una demanda inaugural ni original–, Sarmiento es una prueba de ello , pero,
evidentemente, si continuamos sosteniendo académicamente este modelo, no es casualidad
precisamente.