2020-10-282020-10-282019-10-241667-9989http://hdl.handle.net/2133/19162La preocupación de los docentes de las escuelas de formación docente por las dificultades que habitualmente mostrarían sus estudiantes frente a la bibliografía académica y las demandas de escritura del nivel superior ha sido bien documentada por varias investigaciones (por ejemplo, Carlino et al., 2013). Yo mismo, tanto trabajando como profesor en dos ISFD de la provincia de Buenos Aires como durante mi propio trabajo de campo en una de estas escuelas , ubicada en la localidad de General Rodríguez, he constatado muchas veces que las prácticas de lectura y escritura de los estudiantes ocupan el centro de la discusión en diversas situaciones cotidianas de encuentro entre colegas: desde charlas informales y ocasionales reuniones de trabajo, hasta reuniones plenarias convocadas por los directivos de las instituciones formadoras y talleres de articulación entre asignaturas. Es muy común escuchar que los alumnos no leen, leen poco o no entienden lo que leen, que no saben escribir, que escriben mal o, como una vez me decían unas compañeras de trabajo, que «escriben barbaridades» y «necesitan ser realfabetizados». Como es de esperar, existen investigaciones que se han ocupado de este asunto. Por su claridad argumental, su minuciosidad empírica y su autovigilancia conceptual, en el ámbito académico local se destacan las investigaciones del GICEOLEM (Grupo para la Inclusión y Calidad Educativas a través de Ocuparnos de la Lectura y la Escritura en todas las Materias ), que han acometido el análisis de los distintos modos en que la lectura y la escritura son incluidas en la formación inicial de docentes de nivel secundario. A estudios como los de Carlino (2016 y 2017), Cartolari y Carlino (2011 y 2016) y Carlino, Iglesia y Laxalt (2013) se unen la preocupación interpretativa y una expresa finalidad didáctica: al tiempo que intentan dar cuenta de lo que profesores y estudiantes hacen y dicen que hacen en torno a lo escrito, identifican y evalúan diferentes prácticas de enseñanza y buscan arriesgar algunas pautas de intervención docente que puedan servir para llevar la lectura y la escritura a un «nivel epistémico», es decir, para convertirlas en «herramientas privilegiadas de aprendizaje y de elaboración cognoscitiva» (Cartolari y Carlino, 2016: 165). Estas investigaciones parten de una crítica a la idea de que la lectura y la escritura pueden ser comprendidas como un conjunto o set fijo de habilidades aprendidas de una vez y universalmente aplicables –lo que, en un ya clásico volumen, Brian Street (1984) denominó «modelo autónomo» de la alfabetización–. En este sentido, plantean que, en vez de una destreza general de lectura y escritura, existen diversos modos de ser alfabetizado (y, por lo tanto, de ser académicamente alfabetizado), vinculados a usos de lo escrito que «adquieren particularidades en cada ámbito y son inherentes a determinadas comunidades de práctica» (Carlino, Iglesia y Laxalt, 2013: 108). Pese a su rechazo de la concepción autónoma de la alfabetización, me parece que las investigaciones del GICEOLEM, con todo su innegable interés y fecundidad, incurren en ciertos supuestos que pueden llevarnos a encorsetar ligeramente el análisis y, en consecuencia, a limitar nuestra comprensión de la multiplicidad de prácticas de lectura y escritura que tienen lugar durante la formación inicial de los docentes. En este trabajo intentaré explicitar estos supuestos y las que creo que son sus consecuencias. Para organizar mejor mi argumento, voy a distinguir tres núcleos problemáticos que enumeraré y desarrollaré a continuación.application/pdfspaopenAccessArgumentos y referentes conceptualesestudio socioantropológicoprácticas de lectura y escrituraformación inicial de docentesArgumentos y referentes conceptuales para el estudio socioantropológico de las prácticas de lectura y escritura durante la formación inicial de docentesconferenceObjectLos autoreshttps://creativecommons.org/licenses/by-nc-nd/4.0/deed.es